Con la perspectiva del tiempo, podemos calificar de innovadores y universales los Juegos Olímpicos de 1968 en Grenoble (de invierno) y Ciudad de México (de verano). Se celebraron en el contexto de una profunda transformación social impulsada por las repercusiones del ‘mayo francés’, la llamada ‘primavera de Praga’, la guerra del Vietnam, el pacifismo, la cultura ‘hippie’, la lucha por los derechos raciales y con la oscura sombra de la brutal e injustificable matanza de la Plaza de las Tres Culturas. Fueron innovadores por varios motivos: en atletismo la aparición de la pista de tartán substituyendo la de ceniza motivó que se batieran hasta 22 records mundiales; la incorporación al cronometraje electrónico del photosprint en las pruebas atletismo y del touchpass en las de natación y la sincronización para mostrar de forma inmediata los resultados en los marcadores electrónicos. El progreso de las telecomunicaciones y el uso del satélite ATS3 multiplicaron la difusión en directo de las imágenes de los Juegos. Por primera vez se aplicaron tanto los controles antidoping como también el de identidad sexual a las mujeres. El programa de identidad olímpica contribuyó a consolidar el uso de los pictogramas como elemento de comunicación universal. Unos Juegos que nos dejaron imágenes para la historia como las del fabuloso salto de Bob Beamon, el “Forsbury flop” o, en uno de los momentos más impactantes de la historia olímpica, la de los atletas afroamericanos reivindicando en el pódium sus derechos civiles.